viernes, 12 de diciembre de 2014


Imagínate que tu trabajo es ese: torturar. Que cada mañana, en vez de acudir a la oficina, al despacho, a la fábrica, fichas en una cárcel secreta, donde te espera un individuo encadenado al que ya zumbaste ayer de lo lindo. Quizá hiciste algunas horas extra para llegar a casa cuando los niños estuvieran dormidos o porque te has vuelto un alcohólico del trabajo desde que te han confiado esta responsabilidad. Luego ocurre otra cosa, y es que los días que torturas hasta tarde vuelves al hogar con más ganas de sexo que nunca. Tu mujer te pregunta entre risas qué rayos te dan en la CIA, porque habría que comercializarlo.

Pues eso, que cuelgas la chaqueta de un clavo que hay en la pared desnuda, con manchas de sangre, y te vuelves hacia el tipo encadenado, desnudo, esquelético, que quizá se ha meado y se ha cagado encima durante la noche. Tiene un ojo enterrado en un amasijo de carne sonrosada y el otro es apenas una rendija en cuyos bordes se entretiene una mosca. Sus testículos parecen dos balones de fútbol y babea una mezcla de sangre y de saliva entre los tres o cuatro dientes que han sobrevivido a la última paliza. Quizá le ofrezcas un poco de agua, tal vez una calada a ese cigarrillo cuya brasa apagarás luego en sus pezones.

Hablemos de los prolegómenos porque tú eres un tipo que ama su trabajo y este hijo de puta se merece un calentamiento previo. Te quitas la corbata, te remangas la camisa. ¿Por qué parte del cuerpo empezamos? Tal vez se lo preguntes a él, como si le estuvieras haciendo el amor, es posible que esa sea tu idea del amor. Imagínate un trabajo así, con sus trienios y su Seguridad Social y con la garantía del Estado, como la deuda pública. Y con la tranquilidad que da contribuir al orden.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

DEJA TU COMENTARIO